Se dice que cuando se tienen 21 años es necesario disfrutar de la vida y vivir muchas experiencias. Sin embargo, viéndolo en retrospectiva, de algunas experiencias podría abstenerme.
A los 19 años encontré al hombre de mi vida en Salamanca. Sé que podría sonar extraño, considerando la corta edad, pero hasta el día de hoy, para mí, existe sólo él y estoy segura de que será siempre el único que amaré.
Soy una persona que no logra estar sola. Claro que puedo ocuparme de todas las tareas necesarias, como hacer la colada, cocinar o limpiar mi casa. Pero lo que quiero decir es que nunca estoy completamente satisfecha con mi vida si no la comparto con una pareja. Y con “compartir” no sólo me refiero a los momentos bellos y felices, sino también a mis miedos y momentos depresivos.
En un momento de mi vida, todo era mucho más sencillo. Pasaba el tiempo entre libros, atrincherada en un mundo que era sólo mío. Y nadie puede herirnos si no le dejamos entrar en nuestra vida, ¿verdad?
Página de "aventuras" galardonada
Nuestra historia era fantástica. ÉL era fantástico. exactamente como debe ser el primer amor. Pero se sabe cómo es la vida: en un cierto momento, llegó el tedio de la cotidianeidad. Ese año me encontraba en paro, y eso significaba que tenía mogollón de tiempo para dedicar a la relación de pareja. No sólo me encontraba siempre buscando defectos, ¡sino que también lograba encontrarlos! Durante el inicio de una relación es normal ignorar algún pequeño problema o dos, pero con el pasar del tiempo siempre se torna más difícil hacerlo. Así, comenzamos a tener una riña tras otra.
Mientras tanto conseguí un curro, por lo que tenía otra cosa en la que pensar por fuera de nuestra relación. Aunque este nuevo trabajo trajo una considerable cantidad de estrés a mi vida.
Sumado a esto, mi hombre trabajaba duramente. Él quería ser maestro panadero. Y aún estando así de ocupado, siempre hallaba el tiempo para cuidar de mí. Era una maravilla, y yo lograba tolerar los días y las semanas sólo gracias a nuestros encuentros durante los fines de semana.
Las cosas andaban nuevamente muy bien. Paradójicamente, fue en ese momento cuando todo comenzó a ir mal.
Él comenzó a sentirse atrapado y bajo presión, y yo me sentía cada vez más desatendida. Nuestros encuentros comenzaban a reducirse y cada uno de nosotros intentaba reencontrar aquella individualidad que parecía haberse perdido en el “nosotros”.
Comencé nuevamente a salir con mis amigas, para distraerme y romper con la vida del día a día. Pero echaba de menos pasar el tiempo con mi hombre.
Luego llegó aquella noche (aquella fatídica noche con mi mejor amiga) en la cual estaba verdaderamente por el piso.
No lograba tolerar la idea de tener que pasar la noche sola por la enésima vez.
Luego lo vi. En realidad, no era nada especial, pero tenía un aire reconfortante. Me encontré toda la noche mirando en su dirección, y noté que él me miraba a mí.
Después de cerca de tres cañas se acercó a hablarme. Me sentí un poco halagada: no era un muchacho nada feo.
Incluso me invitó a bailar, algo totalmente nuevo para mí. A mi novio no le gustaba bailar, decía siempre que de aprender un baile, habría sido el vals, y lo habría bailado sólo en la noche de su casamiento. Este hombre desconocido, en cambio, simplemente me tomó la mano y me hizo bailar.
Comencé a sentirme cada vez más cómoda y, en un punto, sucedió: me besó. En lugar de liberarme de su abrazo, lo dejé ser. Estábamos en el centro exacto de la pista de baile, abrazados el uno al otro y nuestros labios estaban pegados como imanes. Fue uno de los momentos más eróticos que había vivido hasta el momento.
No sabría decir cuánto tiempo nos quedamos así. Sólo recuerdo haber ido a despedirme de mi amiga mientras salía de la discoteca con aquel hombre. Ella intentó detenerme, pero no hice caso de sus advertencias. No puedo siquiera describir en palabras la euforia embriagadora que sentía en ese momento.
Eran las dos de la noche pasadas cuando llegamos a mi casa. No perdimos el tiempo. Nuestras prendas volaron y terminamos sobre mi cama. Me pegué a aquel hombre que me hacía sentir nuevamente viva con un deseo que rayaba la desesperación. Y el sexo fue muy bello. Claro que no podía compararse con el sexo que tenía con mi novio, pero tenía algo de prohibido y de nuevo que lo hacía realmente excitante.
Cuando terminamos, mientras nos abrazábamos respirando dificultosamente, comencé a darme cuenta de lo que había hecho. No quería a este desconocido, quería a mi hombre. No solamente lo había traicionado a él, sino que había renegado el sentido mismo de mi existencia. Me derrumbé y, con las últimas fuerzas que me quedaban, eché a aquel desconocido fuera de mi casa.
Pasé el resto de la noche maldiciendome, llorando sumergida en la angustia. En ese momento me fue claro que, de no confesar todo, aquel terrible secreto me devoraría desde dentro y me destruiría completamente.
Sentía náuseas y una migraña infernal, pero aún así llamé a mi pareja rogándole venir a mi casa. Cuando llegó, comencé a contarle todo entre lágrimas y sollozos, mientras él estaba ahí y me escuchaba, como paralizado. Parecía no llegar a entender lo que le estaba diciendo. Lo peor de todo es que se fue sin decir nada. Ni siquiera se enfadó. Simplemente me dejó allí.
Cerca de dos semanas más tarde, después de intentar localizarlo miles de veces, aceptó volver a verme. Ese día tuvimos mucho de qué hablar. Al final, destruyó todas mis esperanzas de que hubiera un “nosotros”. Sólo quería saber cómo era posible que hubiera sucedido una cosa así y desde ese momento en más no ha querido saber más de mí.
Pasaron exactamente 4 meses y 10 días desde entonces, y todavía estoy esperando que me de otra oportunidad.
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