Raquel, 42 años, Huelva: el desconocido y la cafetería

Huelva traición cafeteríaMi nombre es Raquel, tengo 42 años y vivo en Huelva con mi marido Javier y nuestro hijo Alejandro, que tiene 13 años.

Gozamos de una óptima salud y, desde el punto de vista material, no nos falta nada. Tenemos una bella casa, dos bellos automóviles y en general somos felices.

En general. Seguramente, de preguntarle a mi marido, él respondería que nuestra relación va de viento en popa. Yo, sin embargo, me siento descontenta ya hace varios años. No me siento apreciada y deseada como mujer. Yo y mi marido tenemos una relación más que nada fraternal. Y probablemente es por esto que hace algunos meses lo he traicionado.

Al comienzo de nuestra historia, poco más de 17 años atrás, Javier era un marido dedicado, me cubría de elogios y me deseaba sexualmente. Las relaciones, con el tiempo, han comenzado a ser menos frecuentes, el enamoramiento se transformó en amor, y la cotidianeidad entró en nuestras vidas.

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Pero no era un problema, porque éramos felices juntos, compartíamos muchos pasatiempos y pasábamos alegremente el tiempo el uno con el otro. Cuando descubrí estar encinta, estábamos locos de alegría. Pero luego del nacimiento de nuestro hijo, nuestro feliz entendimiento comenzó a debilitarse.

Los primeros meses con un neonato son siempre muy estresantes. No se logra dormir jamás y, además, el cuerpo de una mujer necesita de un tiempo para recuperarse del parto. Sin embargo, luego de un par de meses ya estaba lista para volver a comenzar a hacer el amor con mi marido. Javier, sin embargo, era muy esquivo, casi indiferente a mis avances. Lo tomé de forma personal y asumí que luego del embarazo ya no me consideraba más atractiva.

Esto aún si ya había recuperado mi figura hacía un tiempo y, con mi metro setenta de altura, pesaba sólo 58 kilos.

Soy una persona directa, por lo que enfrenté el asunto abiertamente. Javier se justificó echando la culpa a la carencia de sueño y al estrés laboral. Hacía algunos meses había recibido una promoción y trabajaba 12 horas al día, incluso a veces los fines de semana.

En un inicio, acepté sus explicaciones, pero la situación no mejoró con el tiempo. No me faltaba sólo el sexo, sino también los elogios y los pequeños gestos de afecto que en un tiempo me habían hecho sentir amada y deseada. Cuando nuestro hijo comenzó a ir al jardín de infantes, la situación mejoró ligeramente: normalmente hacíamos el amor una vez a la semana.

Con el pasar del tiempo, sin embargo, la frecuencia de las relaciones se redujo cada vez más. Desde hace cuatro años hasta el presente, en la cama no sucede más nada. Si se lo pido, mi marido me asegura amarme y me toma entre sus brazos cuando me acerco a él, pero todo se detiene allí. Cada vez que busco hablar del problema con él, dice que quiere cambiar y que intentará mejorar, pero nunca sucede nada.

Así, hace años vivimos como una hermana y un hermano que, por suerte, se quieren y se aman, están de acuerdo en casi todo, tienen el mismo sentido del humor y hacen muchas cosas juntos, pero nada más.

Esta situación me llevó a sentirme feísima, si bien los hombres se voltean con frecuencia para mirarme por la calle, y todos me dicen que soy una bella mujer. Se comprende que era muy sensible a las miradas y elogios de otros hombres, desde el momento en el que mi marido comenzó a tratarme como si fuera invisible. Fantaseaba también con tener aventuras sexuales con otros hombres.

Si estas fantasías reflejaban una voluntad mía inconsciente de ponerlas en práctica concretamente, no sé decirlo. Al menos no pensaba llegar a tanto cuando aquella tarde de viernes fui al centro de la ciudad a hacer algunas compras después del trabajo.

Me sentía extrañamente relajada, era un bello día de verano, el fin de semana estaba llegando y para el sábado habíamos programado una excursión a un lago en las cercanías con Alejandro y un amigo suyo. Estaba mirando la vidriera de un local, cuando noté un bello hombre de mediana edad. Tenía un aspecto elegante y parecía estar detenido a uno o dos metros de distancia de donde yo estaba.

Con el rabillo del ojo, vi que estaba mirándome, pero al principio no le di importancia. Cuando, sin embargo, lo mismo se repitió unos metros más adelante, me dio curiosidad y miré en su dirección.

Mi mirada quizá le dio coraje, porque en ese punto se acercó. Cuando me dirigió la palabra y se presentó, no pude menos que notar que estaba visiblemente emocionado. Se veía que no era el tipo que frenaba mujeres por la calle, y de hecho me confesó de no haber jamás hecho una cosa similar en el pasado.

Me dijo que le había impresionado al punto que no había logrado continuar caminando. Naturalmente, me sentí muy halagada y acepté cuando me ofreció un café. Una vez superada la vergüenza inicial, comenzamos a charlar y era como si nos conociéramos hacía ya mucho tiempo.

José era simpático, educado y decididamente atractivo. Pero sobre todas las cosas, me hacía sentir bella y deseada. A partir de nuestra conversación supe que tenía 45 años, era divorciado y no tenía hijos. Le hablé de mi familia.

Al final dimos un paseo por el casco histórico de Huelva y en un momento me tomó del brazo. Le dejé actuar. ¡Me sentía tan contenta y feliz! Más tarde me abrazó y me besó apasionadamente. Yo me sentía en el séptimo cielo y, al mismo tiempo, tremendamente culpable para con mi marido, pero me consolé pensando que un beso no es traición.

Si todo hubiera terminado allí, no habría sido ningún problema. Yo, sin embargo, sentía las mariposas en el estómago como las había sentido después de la primera cita con Javier, mucho tiempo atrás. Le di a José mi número de móvil.

Él me llamó un par de días más tarde y nos pusimos de acuerdo para vernos durante la tarde. Ya que él es un emprendedor con asuntos de negocios en Huelva, no tenía horarios fijos. Nos veíamos seguido, pero nuestros encuentros siempre eran relativamente breves porque yo debía también cuidar de mi familia. A José le gustaba pasar el tiempo conmigo y nunca me presionó para acostarse conmigo.

Durante una de las tardes que pasamos juntos, nos detuvimos en la cafetería de un romántico albergue en las afueras de Huelva. Estábamos sentados allí para disfrutar de nuestra privacidad, cuando José mencionó que, ya que estábamos allí, teníamos la posibilidad de tomar una habitación. Nos miramos y, sin añadir más, nos pusimos de pie, nos dirigimos a la recepción y pedimos las llaves de la suite “Luna de miel”.

Me sentía emocionada y curiosa, y no lograba razonar. Nos amamos sobre un enorme lecho matrimonial y yo me sentí como en el paraíso. Pero cuando era momento de irnos, la realidad comenzó a aparecer en mis pensamientos. Oscilaba entre la excitación y la alegría y el sentimiento de culpa para con mi familia.

Comencé a llorar. Cuando volví a mi hogar, Javier, por suerte, aún no había llegado, por lo que tuve un tiempo para recomponerme un poco. Realicé todas las tareas que habría llevado a cabo un viernes cualquiera.

Pasé la aspiradora, limpié el baño y preparé la cena. Me sentía tristísima, y era como observarme a mí misma cumplir todas aquellas acciones desde fuera de mi propio cuerpo. Algo realmente surreal. Mi marido y mi hijo, gracias al cielo, no se dieron cuenta de nada.

El fin de semana siguiente me realicé un examen de conciencia y comprendí que mi marido y mi familia son demasiado importantes para poder abandonarlos por José. La semana siguiente me encontré con José y lo puse al corriente de mi decisión.

Él quedó devastado, porque se había enamorado de mí, pero respetó mi decisión. Ambos lloramos. Luego, cada uno se fue por su lado. Decidí no confesar la traición a Javier, porque era algo con lo que debía hacer las paces sola, y sobre todo porque no quería herirlo.

Hasta ahora parece que no sospecha nada, probablemente porque no es un hombre desconfiado y solemos contarnos todo. Yo no me arrepiento de nada, porque desde aquella experiencia me siento renacida, despreocupada y feliz. Esto beneficia indirectamente también a Javier. Creo, sin embargo, que le plantearé el tema de la sexualidad nuevamente, y espero que esta vez algo se ponga en movimiento. Quizá también podamos emprender una terapia de pareja.